lunes, 7 de junio de 2010

Francesca Schiavone


Pedro Ruiz, que acierta de vez en cuando, dijo una vez que “lo bueno del cine es que durante dos horas los problemas son de otros”. El sábado pasado, a los que estuvimos enganchados a la final femenina del Roland Garros, nos ocurrió tres cuartos de lo mismo. Francesca Schiavone repartió drives y lecciones a partes iguales sobre la arena batida en París.

Lo primero que sucede cuando se repara en un partido como éste es, indefectiblemente, en el juego de la italiana: mezcla de bolas altas y bajas, mezcla de pelotas largas y cortas, mezcla de fondo y arriesgadas subidas a la carga (esto no me lo invento, venía en una crónica de El País) una mezcla tan caótica como fascinante en la que fabricó un tenis improvisado, riquísmo en golpes, y f'ckng atractivo.

Con un escaso 1,66 cms, la italiana se veía muy pequeña en la pista. Un nervio de tía, inagotable, desgarbada, estuvo mareando a su oponente hasta el final, moviéndose como una culebrilla arriba y abajo, modificando constantemente su juego.

Se jugaba el título contra la australiana Stosur, una especie de peñasco granítico con una derecha martillo pilón de gimnasio. Las dos llegaban por primera vez a una final de grand slam, pero a la milanesa no le pesaron nunca las piernas, se movió siempre con mucha agilidad y picardía, y condenó a la de Brisbane a aguantar el chaparrón castigándole en los puntos importantes.

El primer set fue suyo con un 6–4 trabado y peleado. El segundo fue una clase de tenis inteligente por parte de Schiavone. Ahí fue cuando nos enamoró con su descaro y su arte. Remontó una desventaja de 1-4 a base de desentenderse del tenis más clásico y aburrido, apostando por la anarquía inteligente, un brío inexcusablemente mediterráneo, la táctica sobre la fuerza, y el coraje. Un coraje que inundó la pista y la pantalla mientras duró el partido. Impresionante.

Ganó en el tie break después de remontar todo el set. Había ganado la habilidad traviesa frente al músculo. La italiana, loca de alegría, pasó protocolos, corrió hasta donde se encontraban sus seguidores (uniformados con camisetas en las que se leía ‘Schiavo nothing is impossible’) y saltó a las gradas para licuarse entre abrazos y lágrimas, descongelándose de la concentración del partido, de los nervios, y de la presión.

En la ceremonia agarró el micro ante la multitud con el titubeo de los que no lo esperan, de los que no tenían nada planeado. Pero le duró poco el balbuceo. Como en el partido, sacó a relucir su casta y su espontaneidad, y empezó a cascar hasta quedarse sola, con las tablas que según ella no tenía, y a improvisar con mucha gracia. A la italiana.

Las ceremonias suelen ser un coñazo soporífero porque todas repiten el mismo patrón casposo y aburrido. Francesca le dio la vuelta a todo y sonrió al mundo con su alma y su personalidad.

Fue la Grecia de la Eurocopa del 2004, los sixers del 82, la gran sorpresa.

A sus casi 30 años, a una edad en la que raramente se despunta en el deporte de élite, llegaba por fin a una final de grand slam y la ganaba.

A sus casi 30 años, se conviertió en la primera italiana en ganar un grand slam.

Demostró que la fuerza no siempre es sinónimo de triunfo, y que también se pueden ganar finales pegando el revés a una mano.

Grazie Francesca!!

No hay comentarios:

Publicar un comentario